“Cuídense unos a otros, para que ninguno de ustedes deje de recibir la gracia de Dios. Tengan cuidado de que no brote ninguna raíz de amargura, la cual los trastorne a ustedes y envenene a muchos” (Hb.12:15).
Debemos abandonar la amargura: ¿Por qué? Porque es tremendamente nociva y los alcances de su daño son incontrolables. Son como raíces que se propagan rápidamente convirtiéndose en plantas que terminan por ahogar a las plantas saludables al quitarle los nutrientes que éstas necesitan.
La amargura es peligrosa cuando llega a la familia, empieza en el corazón de uno de sus miembros y de pronto ya tomó completamente a todos. Sabemos de la existencia de pueblos y naciones en donde la raíz de amargura ha tomado a todos sus habitantes de modo que el perdón y la paz se han alejado de sus estilos de vida; todo lo que hay es odio y venganza. Lamentablemente esto les ha traído dolor y muerte.
La iglesia no está exenta de tal condición. Por esta causa el autor sagrado pide que nos cuidemos los unos a los otros para no caer en la amargura evitándonos el dejar de recibir la gracia de Dios. Existen situaciones que generan ofensas y heridas al interior de nuestras iglesias que no nos debemos darnos el lujo de mantenerlas y alentarlas. Éstas deben ser tratadas con un perdón genuino que surja como una iniciativa propia del ofendido, pero al que como cuerpo debemos de estar comprometidos en propiciar no solo porque hay un hermano que está en peligro sino también porque con su actitud puede envenenar a toda la congregación.
Estemos alertas. Cuidémonos los unos a los otros para no caer en esta condición. Alentemos el perdón y la reconciliación.
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