“Pero al sentir (Pedro) el viento fuerte, tuvo miedo y comenzó a hundirse. Entonces gritó: ¡Señor, sálvame!” (v.30).
Hay algunos episodios en las Escrituras que nos resultan clásicos. Creo que éste es uno a quien podemos darle esta categoría. ¿Por qué? Es que destaca el hecho más afortunado y desafortunado de la vida, una suerte de contradicción para nuestra condición humana. La vamos a llamar, las tormentas de la vida.
Este texto nos ilustra claramente su realidad y de hecho también su necesidad. Lo primero, es decir su realidad, en definitiva es algo no lo podemos evitar, nos ocurrirá y será el tiempo más sombrío que vamos a experimentar. Mientras que lo segundo, es decir su necesidad, es para darnos cuenta que en tal eventualidad el Señor siempre estará allí. Él tiene absoluto control de los tiempos en nuestra tormenta y llegará en el momento adecuado.
Obviamente alguien dirá: ¿Pero no sería mejor que no hubiera tormentas? En realidad nunca sabremos cuán fuerte es nuestra dependencia y confianza en Dios a menos que las tengamos como el hecho que la confronta. Por otro lado, para nuestro beneficio, Dios suele usarlas sea para refinar nuestra fe o sea para prepararnos para una nueva revelación o un nuevo servicio. Es necesario que recordemos siempre el final de este pasaje para alentarnos en medio de ello: “Y cuando ellos (Jesús y Pedro) subieron en la barca, se calmó el viento. Entonces los que estaban en la barca vinieron y le adoraron, diciendo: Verdaderamente eres Hijo de Dios” (vv.32-33)
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